El incendio es grande.
Se ha nublado todo el sector de
mi departamento. Bajé con una toalla mojada en la boca. Estaba nerviosa, no pude sacarme el pantaloncito del pijama, pero no me importó,
parecía short, y la polera de pabilos era una polera. Me había levantado tarde
y aún no me vestía, cuando la gente salió asustada. Corrí por las calles, me vi
encerrada por el humo y la gente, no sabía hacia donde correr. Pensé en la
quebrada, allí vivía un hombre humilde hace años, nunca lo había hablado, pero
me vi repentinamente allí. Me dijo: -
puede quedarse acá, señorita -, está
todo cercado y puede ser peligroso si intenta seguir. Los bosques verdes y floridos hacían un gran
oasis, las nubes como algodón en cielo azul que ya comenzaba a oscurecerse me
confirmó la idea de no avanzar quebrada arriba. Le sonreí, tenía sed, mucha
sed. Me ofreció una fruta en su mano fibrosa, un hombro que trabajaba en
cualquier labor para sobrevivir el día a día, me sonreí nerviosamente, su piel
sudaba, el fuego amenazaba, pero ya controlarían todo. Me ofreció asiento, miró mis piernas y retiró
enseguida los ojos de ellos como si hubiera cometido una falta, sentí un poco
de miedo, pero seguí masticando la fruta.
Se dio vuelta como buscando algo que necesitaba imperiosamente, me miró
nuevamente y sonrió, sus ojos verdes miraron a la lejanía, abrió la llave del
agua, pero había bajado el chorro de la llave.
Aprovechó en tomar un vaso y darme a beber, él también bebió. Luego se acercó a mí, olí el aroma del sudor
de su cuerpo, se sintió un estampido afuera, y sobresaltada él me tomó y
preguntándose qué habría pasado. Pero
hubo un silencio, en la televisión informaban del esfuerzo en controlar el fuego
allá arriba. Me pasó más agua. Le
recibí. Me preguntó el nombre y de dónde
venía. Hablamos un rato. Sentí
nuevamente el roce de su muñeca en la mía y su olor. Hablaba calmadamente, con una voz ronca y con
algo de timidez lo que me dio confianza.
Tenía un caballo cerca y le comenté que me gustaban los caballos. Me miró, sentí un estremecimiento y le
sonreí. Nuestras miradas se encontraron.
Se acercó a mí, y tomó mis manos.
No me explico qué fue que hizo que me quedara y no pude alejarme. Tomó
mis cabellos, y yo escondí mi cara arrastrándola por su mentón que ya la cubría
su barba incipiente, y me quedé apegada a su cuerpo. Sentí su pecho en mis pechos. Sus manos
ciñeron mi cintura. Sus caderas presionaron las mías, y nuestra respiración al
unísono siguió el mismo rumbo, dirigiendo el frote de nuestros pubis. Mi lengua
humedeció sus labios que algo imperceptible murmuraban, sus brazos acariciaron
mi espalda y me apretó contra él, mi boca siguió en su cuello, la humedad de su
cuello me recordó una tarde solitaria en el sur cuando me bañaba en un
manantial de agua caliente, lo mordí suavemente en su hombro, tomé uno de sus dedos y lo puse en mi boca
sobre mi lengua y lo apreté, nuevamente
me acuerdo del vapor sobre el agua de una burga, y una chacra, y un oasis en el
norte, tiembla parece, los vidrios se trizan, mis sienes pulsan, flotamos, nos
frotamos, el fuego avanza, nuestras
caderas y yo saco los botones y abro el borde de su camisa con mis dientes, o
con mis manos, no sé. Sigo sobre el duro
bloque que me rasguña, o es la costura, y ese aroma a felino maullando en un
techo, y lo beso y mi lengua en esa suavidad, me cubre como una mañanita de
seda sobre una rama y abro todo lo que me encierra. Su celo alzado y mi lengua en el vello, sus
muslos sobre la sábana. Así me quedo hasta que todo se apague y vuelva a mi
casa.