viernes, 15 de febrero de 2013

EN LA QUEBRADA



El incendio es grande.  Se ha nublado todo  el sector de mi departamento. Bajé con una toalla mojada en la boca.  Estaba nerviosa,  no pude sacarme el  pantaloncito del pijama, pero no me importó, parecía short, y la polera de pabilos era una polera. Me había levantado tarde y aún no me vestía, cuando la gente salió asustada. Corrí por las calles, me vi encerrada por el humo y la gente, no sabía hacia donde correr. Pensé en la quebrada, allí vivía un hombre humilde hace años, nunca lo había hablado, pero me vi repentinamente allí.   Me dijo: - puede quedarse acá,  señorita -, está todo cercado y puede ser peligroso si intenta seguir.   Los bosques verdes y floridos hacían un gran oasis, las nubes como algodón en cielo azul que ya comenzaba a oscurecerse me confirmó la idea de no avanzar quebrada arriba. Le sonreí, tenía sed, mucha sed. Me ofreció una fruta en su mano fibrosa, un hombro que trabajaba en cualquier labor para sobrevivir el día a día, me sonreí nerviosamente, su piel sudaba, el fuego amenazaba, pero ya controlarían todo.  Me ofreció asiento, miró mis piernas y retiró enseguida los ojos de ellos como si hubiera cometido una falta, sentí un poco de miedo, pero seguí masticando la fruta.   Se dio vuelta como buscando algo que necesitaba imperiosamente, me miró nuevamente y sonrió, sus ojos verdes miraron a la lejanía, abrió la llave del agua, pero había bajado el chorro de la llave.  Aprovechó en tomar un vaso y darme a beber, él también bebió.  Luego se acercó a mí, olí el aroma del sudor de su cuerpo, se sintió un estampido afuera, y sobresaltada él me tomó y preguntándose qué habría pasado.   Pero hubo un silencio, en la televisión  informaban del esfuerzo en controlar el fuego allá arriba.   Me pasó más agua. Le recibí.  Me preguntó el nombre y de dónde venía. Hablamos un rato.  Sentí nuevamente el roce de su muñeca en la mía y su olor.  Hablaba calmadamente, con una voz ronca y con algo de timidez lo que me dio confianza.  Tenía un caballo cerca y le comenté que me gustaban los caballos.  Me miró, sentí un estremecimiento y le sonreí. Nuestras miradas se encontraron.  Se acercó a mí, y tomó mis manos.  No me explico qué fue que hizo que me quedara y no pude alejarme. Tomó mis cabellos, y yo escondí mi cara arrastrándola por su mentón que ya la cubría su barba incipiente, y me quedé apegada a su cuerpo.  Sentí su pecho en mis pechos. Sus manos ciñeron mi cintura. Sus caderas presionaron las mías, y nuestra respiración al unísono siguió el mismo rumbo, dirigiendo el frote de nuestros pubis. Mi lengua humedeció sus labios que algo imperceptible murmuraban, sus brazos acariciaron mi espalda y me apretó contra él, mi boca siguió en su cuello, la humedad de su cuello me recordó una tarde solitaria en el sur cuando me bañaba en un manantial de agua caliente, lo mordí suavemente en su hombro,  tomé uno de sus dedos y lo puse en mi boca sobre mi  lengua y lo apreté, nuevamente me acuerdo del vapor sobre el agua de una burga, y una chacra, y un oasis en el norte, tiembla parece, los vidrios se trizan, mis sienes pulsan, flotamos, nos frotamos,  el fuego avanza, nuestras caderas y yo saco los botones y abro el borde de su camisa con mis dientes, o con mis manos, no sé.  Sigo sobre el duro bloque que me rasguña, o es la costura, y ese aroma a felino maullando en un techo, y lo beso y mi lengua en esa suavidad, me cubre como una mañanita de seda sobre una rama y abro todo lo que me encierra.  Su celo alzado y mi lengua en el vello, sus muslos sobre la sábana. Así me quedo hasta que todo se apague y vuelva a mi casa.