Protegidos
por una garita a su sombra te observaba, el placer de mirarte me rendía. Me agraviaste aquella tarde, enojada quise
huir lejos de ti, pero allí estaba nuevamente, a tu lado. Cuando el placer acaba con el deseo el abrazo
es suave y suavemente quedan los pájaros
en los linderos de las casas, el ciprés mueve al cielo contigo. El aire impregna y el olvido es un cuchillo
de piedra. Tus uñas las veo todavía con
tejidos míos. Me cogiste los hombros con
violencia, me tomaste del mentón y quedaron nuestros rostros respirándose
mugiendo como dos bestias sobre el polvo
recién sembrado por la lluvia. Tus
espléndidas piernas avanzaron entre las mías, frente a frente, de lado, luego, tu duro flanco sentí atrás de mi muslo,
el océano marmóreo fregó su estirpe autoritaria en la clara nalga de una flor. Tus caderas noctámbulas firmes destellos en
la noche bohemia, así toqué tus manos, el vértigo fue un licor que me obligó a
quedarme. Tus brazos pasaron a los largo
de mi cuerpo, tu boca tradujo cada espacio doblado, repetiste términos
incógnitos y mi placer habló otras lenguas.
Penetraste el laberinto de la primera humanidad, qué se yo en qué siglo y te esperé
hasta el final con mis destellos y mis gritos cuando paseabas entrabas y salías
como una gota sobrante en el borde de un vaso rebasado. Me afirmé en la voluta
del lugar donde duermo, tu vello húmedo y joven era un río de placer empapado en mi valva con el líquido amado. Mi prolongado cuerpo, te siento, qué placer
sentirte mío, saberte mío, mi cuerpo.
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